Hobbes, Thomas, "Del Lenguaje", Cap. IV, Leviatán t. I, Losada. Bs. As., 2004
“La invención de la imprenta, aunque ingeniosa, no es gran
cosa comparada con la invención de las letras. Pero no sabemos quién fue el
primero en iniciar el uso de las letras.
Los hombres dicen que Cadmo, hijo de Agenor, rey de Fenicia, fue quien las
trajo por vez primera a Grecia. Fue una invención beneficiosa para mantener la
memoria del tiempo pasado y la vinculación de la humanidad, dispersada en
tantas y tan distintas regiones de la tierra, y nada sencilla, pues procede de
una cuidadosa observación de los diversos movimientos de la lengua, el paladar,
los labios y otros órganos del lenguaje; todo ello con el fin de hacer el mayor
número de diferencias entre caracteres, para recordarlos. Pero la más noble y
beneficiosa invención de todas fue el LENGUAJE, que consiste en nombres o apelaciones y en su conexión, mediante las cuales, los hombres
registran sus pensamientos, los recuerdan cuando han pasado y se los declaran
también unos a otros para utilidad mutua y conversación, sin lo cual no habría
existido entre los hombres ni república, ni sociedad, ni contrato, ni paz ni
ninguna cosa que no esté presente entre los leones, osos y lobos. El primer
autor del lenguaje fue el propio Dios,
que instruyó a Adán en la denominación de las criaturas por él presentadas a su
vista, aunque la Escritura no dice más de este asunto. Pero fue suficiente para
llevarle a añadir más nombres a medida que iba dándole ocasión la experiencia y
el uso de las criaturas, y para unirlas gradualmente a fin de hacerse
comprender, y así, con el paso del tiempo, fue consiguiendo el hombre tanto
lenguaje como cosas a designar, aunque no tan copioso como el requerido para un
orador o un filósofo. Porque nada encuentro en la Escritura a partir de lo cual
deducir directa o indirectamente que Adán recibió de Dios los nombres de todas
las figuras, números, medidas, colores, sonidos, fantasías y acciones, y mucho
menos los nombres de palabras y del lenguaje, como general, especial, afirmativo, negativo, optativo, infinitivo, todos los cuales son útiles;
y menos aún los nombres de entidad, intencionalidad, quiddidad y otras palabras sin sentido de la Escolástica.
Pero todo este lenguaje
conseguido y aumentado por Adán y su posteridad se perdió de nuevo en la torre
de Babel, cuando por la mano de Dios todo hombre fue castigado por su rebelión
con un olvido de su lengua anterior. Y viéndose así forzados a dispersarse por
las diversas partes del mundo, es necesario que la actual diversidad de lenguas
proceda gradualmente de ellas, teniendo a la necesidad (madre de todas las
invenciones) como maestra; y con el trascurso del tiempo esta diversidad se
hizo en todas partes copiosa.
El uso general de la
palabra consiste en transformar nuestro discurso mental en discurso verbal, o
la secuencia de nuestros pensamientos en una secuencia de palabras, y esto para
cumplir con dos finalidades. Una de ellas es registrar la consecuencia de
nuestros pensamientos que, propensos a deslizarse fuera de la memoria y
forzados a un nuevo trabajo, pueden así recordarse otra vez gracias a las
palabras con las cuales se troquelaron. De este modo, el primer uso de los
nombres es servir como marcas o notas de rememoración. La segunda
finalidad de la palabra consiste, cuando muchos utilizan las mismas, en indicar
(por su conexión y orden) los que unos y otros conciben o piensan de cada
asunto, y también lo que desean, temen o es objeto de alguna otra pasión suya.
Y para este uso los nombres se denominan signos.
Hay los siguientes usos especiales del lenguaje: primero, registrar aquello que
por pensamiento descubrimos como causa de alguna cosa presente o pasada, y
aquello que a cosas presentes o pasadas pueden producir o efectuar, lo cual es,
en suma, adquisición de artes; en segundo lugar, mostrar a otros el
conocimiento por nosotros alcanzado, cosa que implica aconsejar y enseñar un
hombre a otro; en tercer lugar, expresar a otros nuestras voliciones y propósitos
para poder gozar de ayuda mutua; en cuarto lugar, satisfacernos y deleitarnos a
nosotros mismos y a otros jugando con nuestras palabras inocentemente, por
placer o por ornamento.
A estos usos corresponde
también cuatro abusos. En primer lugar, cuando los hombres registran mal sus
pensamientos debido a una inconstancia en la significación de sus palabras, con
lo cual se engañan registrando como concepciones lo que nunca concibieron.
Segundo, cuando usan metafóricamente las palabras, esto es, en un sentido
distinto de aquel para el que fueron ordenadas, y con ello engañan a otros.
Tercero, cuando declaran mediante palabras una voluntad que no es la suya.
Cuarto, cuando las utilizan para agraviarse los unos a los otros; la naturaleza
a armado a algunas criaturas vivas con dientes, a otras con cuernos y a otras
incluso todavía con manos para atacar a un enemigo, pero es un abuso del
lenguaje atacar con la lengua a quien no estamos obligados a gobernar, pues, en
ese caso específico no es agraviar, sino corregir y enmendar.
El modo en que el
lenguaje sirve para rememorar la consecuencia de causas y efectos consiste en
la imposición de nombres, y en su
conexión.
Entre los nombres,
algunos son propios y singulares para
una exclusiva cosa; tal sucede con Pedro,
Juan, este hombre, este árbol.
Y otros son comunes a muchas cosas,
como hombre, caballo, árbol, que,
siendo sólo un nombre designan a pesar de ello diversas cosas particulares,
respecto de cuyo conjunto se denomina universal;
en el mundo universal no hay nada excepto nombres, porque las cosas nombradas
son todas ella individuales y singulares.
Se impone un nombre
universal a muchas cosas por su semejanza en alguna cualidad o en algún
accidente. Y mientras un nombre propio trae a la mente exclusivamente una cosa,
los universales indica cualquiera de esas muchas.
Y de los nombres
universales algunos tienen una extensión mayor y otros una extensión menor; los
mayores comprenden a los menores y algunos de extensión igual se comprenden
unos a otros recíprocamente. Así, por ejemplo, el nombre cuerpo tiene un significado más amplio que la palabra hombre y la comprende, y los nombres hombre y racional tienen igual extensión, comprendiéndose mutuamente uno al
otro. Pero aquí debemos tener en cuenta que con la palabra nombre no siempre se
entiende una palabra exclusivamente, como sucede en la gramática, sino a veces
y por circunloquio, muchas palabras
juntas. Porque todas las palabras siguientes: quien en sus acciones observe las leyes de su país sólo forman un
nombre, equivalente a esta sola palabra: justo.
Gracias a esta imposición
de nombres, de significación estricta unos y amplia otros, transformamos el
reconocimiento de las consecuencias de cosas imaginadas en la mente en un
reconocimiento de las consecuencias de las apelaciones. Por ejemplo, si un
hombre no domina el lenguaje en absoluto (como sucede con los sordomudos de
nacimiento) y pone ante sus ojos un triángulo y junto a él dos ángulos rectos
(como son las esquinas de una figura cuadrada), puede por meditación comparar y
descubrir que los tres ángulos de ese triángulo son iguales a los dos ángulos
rectos situados junto a él. Pero si se le muestra otro triángulo distinto en
forma al anterior, ya no podrá saber sin un nuevo esfuerzo si también sus tres
ángulos equivaldrán a lo mismo. Pero quien tiene el dominio de las palabras,
observando que dicha igualdad no correspondía a la longitud de los lados ni a
ninguna otra cosa particular del triángulo (sino exclusivamente a que los lados
eran líneas rectas y los ángulos tres, y que solo por eso lo denominaba un
triángulo), deducirá universalmente con toda audacia que dicha igualdad de
ángulos aparece en todos los triángulos; y registrará su invención en estos
términos generales: todo triángulo tiene
sus tres ángulos iguales a dos ángulos rectos. Y, así, la consecuencia
encontrada en un caso particular se registra y recuerda como una regla
universal; nos exime del cálculo mental de tiempo y lugar, nos ahorra todo
esfuerzo de la mente posterior al primero, y hace que lo descubierto como
verdad aquí y ahora sea cierto en todos los
tiempo y lugares.
Pero el uso de palabras
para registrar nuestros pensamientos no es en parte alguna más evidente que en
la numeración. Un idiota de nacimiento incapaz de retener en la memoria el
orden de términos numéricos como uno,
dos y tres, puede observar cada campanada del reloj y asentir a ella, o
decir una, una, una, pero jamás sabrá qué hora está marcando. Y, según parece,
hubo un tiempo en que esos nombres numerales no estaban en uso; los hombres se
veían forzados a utilizar los dedos de una u ambas manos para las cosas que deseaban
contar; y de ello procede que actualmente nuestros términos numerales sean sólo
diez en casi todas las naciones, y sólo cinco en algunas, comenzando de nuevo a
partir de entonces. Y quien puede contar hasta diez, si recita los números sin
orden se perderá y no sabrá a qué atenerse; mucho menos será capaz de sumar,
restar y realizar todas las demás operaciones de la aritmética. Por lo mismo,
sin palabras no hay posibilidad de calcular los números; mucho menos las
magnitudes, la velocidad, la fuerza y otras cosas cuyo cálculo es necesario
para el estar o bienestar de la humanidad.
Cuando dos hombres se
vinculan en una consecuencia o afirmación como, por ejemplo, el hombre es una criatura viviente o si es un hombre, es una criatura viviente,
si el último nombre (criatura viviente)
significa todo cuanto significa el nombre anterior (hombre) la afirmación o consecuencia es verdadera; en otro caso es falsa.
Porque verdad y falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas. Y donde no
hay lenguaje no hay tampoco verdad ni falsedad. Puede haber error, como cuando
esperamos lo que no se produce o sospechamos lo que no ha existido, pero en
ninguno de los casos puede imputarse a un hombre la no verdad.
Viendo entonces que la verdad consiste en el orden correcto de
los nombres en nuestras afirmaciones, quien busque una verdad precisa necesita recordar aquello a lo que se refiere cada
uno de los nombres utilizados, y situarlo de acuerdo con ello; en caso
contrario, se verá enzarzado en una maraña de palabras como el pájaro en un
cepo, y cuánto más luche más atrapado se verá. Por eso en la geometría (única
ciencia que Dios se ha complacido en donar a la humanidad), los hombres
empiezan estableciendo los significados de sus palabras, significados que
llaman definiciones, y situándolos al
comienzo de su investigación.
Esto pone de relieve cuán
necesario es para quien aspire a un verdadero conocimiento examinar las
definiciones de autores precedentes, o bien corregirlas allí donde han sido
expuestas negligentemente o bien darlas él mismo. Porque los errores en las
definiciones se multiplican a medida que avanza la investigación, y esto
conduce a los hombres a absurdos que acaban viendo, pero que no pueden evitar
sin investigarlo todo de nuevo desde el comienzo, hasta descubrir el punto
donde se encuentra la base de sus errores. De lo cual resulta que quienes
confían en los libros hacen como quienes acumulan muchas sumas pequeñas en una
mayor sin pararse a considerar si esas sumas pequeñas estaban correctamente
hechas o no, y cuando al fin descubren el error visible, sin dejar de confiar
en sus primeros fundamentos, no saben cómo lograr una aclaración y gastan el
tiempo en revolotear sobre sus libros, como pájaros que, entrando por la
chimenea y hallándose encerrados en un cuarto, revolotean ante la falsa luz de
una ventana con cristal por faltarles el ingenio necesario para tener en cuenta
cómo entraron. Por lo mismo, el primer uso del lenguaje reside en la definición
correcta de los nombres, que es la adquisición de la ciencia. Y en las
definiciones erróneas o en su falta reside el primer abuso, del que proceden
todos los principios falsos y sin sentido; lo cual hace que quienes obtienen su
instrucción de la autoridad de los libros, y no de su propia meditación, estén
tanto más por debajo del estado de los hombres ignorantes como por encima de él
se encuentran los hombres dotados de verdadera ciencia. Porque la ignorancia
está situada entre la verdadera ciencia y las doctrinas erróneas. El sentido y
la imaginación natural no están sujetos al absurdo. La propia naturaleza no
puede errar, y a medida que los hombres van teniendo un lenguaje más amplio van
también haciéndose más sabios o más locos que de costumbre. Tampoco es posible
que sin las letras un hombre llegue a ser excelentemente sabio o excelentemente
estúpido (salvo que su memoria sea dañada por la enfermedad o por una mala
constitución orgánica). Porque las palabras son instrumentos de medida para los
hombres sabios, que no hacen sino calcular por su medio. Pero también son el
dinero de los estúpidos, que las valoran por la autoridad de un Aristóteles, un
Cicerón, un Tomás o cualquier otro doctor, simplemente humano.
Sujeto a nombres es todo cuanto puede
entrar o ser considerado en un recuento y ser añadido uno a otro para formar
una suma, o substraído uno de otro, dejando un resto. Los latinos daban a las
cuentas de dinero el nombre de Rationes
y al hecho de contar Ratiocinatio, y
a lo que llamamos partidas en facturas o libros de contabilidad ellos lo
llamaban Nomina es decir, nombres. Y de ellos parece haber
procedido la extensión de la palabra Ratio
a la facultad de calcular en todas las demás cosas. Los griegos tienen una sola
palabra, Logos, para palabra y razón; no porque pensaran que sin razón no había lenguaje, sino
porque sin lenguaje no hay posibilidad de razonar. Y al acto de razonar lo
llamaron silogismo, lo cual significa
acumular las consecuencias de un dicho a otro. Y porque las mismas cosas pueden
dar cuenta de los mismos accidentes, sus nombres se tuercen y diversifican
variadamente (para mostrar esa diversidad). Esta diversidad de nombres puede
reducirse a cuatro grupos generales.
En primer lugar, una cosa
puede tomarse en cuenta como materia o cuerpo; como materia o cuerpo; como viviente, sensible, racional, caliente, frío, movido, quieto; con todos esos nombres se
comprende la palabra materia, o cuerpo, pues todos ellos son nombres de
materia.
En segundo lugar, puede
tomarse en cuenta o considerarse algún accidente o cualidad que concebimos
presente allí (como ser movido, durar tanto, estar caliente, etc.), y entonces, con un pequeño cambio o
torcimiento del nombre de la propia cosa, conseguimos un nombre para ese
accidente que consideramos. Para viviente
se dice vida; para movido, movimiento; para caliente,
calor; para largo, longitud, y así
sucesivamente. Y todos esos nombres son los nombres de accidentes y propiedades
mediante los cuales una materia o cuerpo se distingue de otro. Estos nombres no
se denominan abstractos porque estén separados de la materia, sino por estarlo
de su descripción.
En tercer lugar,
describimos las propiedades de nuestros propios cuerpos, mediante los cuales
hacemos tal distinción. Como cuando algo es visto
por nosotros y no reconocemos la propia cosa, sino la visión, el color, su idea en la fantasía. O cuando algo es escuchado y no reconocemos la cosa misma,
sino la audición o el sonido exclusivamente, que es nuestra
fantasía o concepción de ello mediante el oído. Y esos son nombres de fantasías.
En cuarto lugar,
describimos, consideramos y nombramos a los nombres
mismos, y a los de lenguajes. Porque general, universal, especial, equívoco, son nombres de nombres. Y afirmación, interrogación, mandamiento,
narración, silogismo, sermón, oración y muchos otros términos
semejantes son nombres de lenguajes. Y esta es toda la variedad de nombres positivos, que se utilizan para marcar
algo que está en la naturaleza o puede ser inventado por la mente del hombre,
como los cuerpos que existen o pueden concebirse existiendo, o cuerpos cuyas
propiedades existen o pueden considerarse existentes, o palabras y lenguaje.
Hay también otros nombres
llamados negativos, y son rasgos para
significar que una palabra no es el nombre de la cosa en cuestión, como son las
palabras nada, ninguno, infinito, indecible y semejantes que, sin embargo,
son de utilidad la observación o para corregir la observación, así como para
llamar a la mente nuestros pensamientos pasados, aunque no sean nombres de cosa
alguna, porque hacen que nos rehusemos a admitir nombres usados
incorrectamente.
Todas las demás palabras
son sonidos carentes de significación y pertenecen a dos tipos. Uno corresponde
a los términos cuando son nuevos y su significado y sentido no ha sido aún
explicado mediante definición; muchas palabras de este tipo han sido acuñadas
por escolásticos y filósofos aturdidos.
El otro tipo deriva de
cuando los hombres hacen un nombre con dos nombres cuyas significaciones son
contradictorias e inconsistentes. Como sucede, por ejemplo, cuerpo incorpóreo o (cosa idéntica) substancia incorpórea, y otras muchas
expresiones. Porque siendo falsa cualquier afirmación, los dos nombres de que
se compone, agrupados y unificados, nada significan. Por ejemplo, si es falsa
la afirmación de que un cuadrado es
redondo, la palabra cuadrado redondo
nada significa, sino un mero ruido. Del mismo modo, si es falso decir que la
virtud puede ser derramada o, las palabras virtud
derramada y virtud insufladas son
tan absurdas y sin significación como un cuadrado
redondo. Y, en consecuencia, difícilmente nos encontremos con una palabra
sin sentido y sin significación que no esté construida sobre nombres latinos o
griegos. Un francés rara vez oye hablar a su Salvador por el nombre de Parole, pero a menudo oye su invocación
por el nombre de Verbe, y, con todo, Verbe y Parole sólo difieren en que una palabra es latina y otra francesa.
Cuando al escuchar
cualquier lenguaje un hombre posee aquellos pensamientos para los cuales las
palabras de ese lenguaje y su conexión se ordenaron y constituyeron con vistas
a significar, entences se dice que lo comprende. La comprensión no es sino la concepción causada por el lenguaje. Y, en
consecuencia, si el lenguaje es peculiar al hombre (como creo), la comprensión
le es peculiar también. Y, por lo mismo, no puede haber comprensión de
afirmaciones absurdas y falsas, en caso de que sean universales, aunque muchos
piensen que comprenden entonces, cuando no hacen sino repetir las palabras por
lo bajo o retenerlas en su mente.
Cuando haya hablado de
las pasiones hablaré de los tipos de lenguajes implicados en los apetitos,
aversiones y pasiones de la mente humana, y de su uso y abuso.
Los nombres de las cosas
que nos afectan, es decir, que nos placen e incomodan, tienen en los discursos
habituales de los hombres una significación inconstante, porque no todos los
hombres se ven igualmente afectados por la misma cosa, y ni siquiera un mismo
hombre en todo momento. Viendo que todos los nombres se imponen para expresar
nuestras concepciones, y que todos nuestros afectos no son sino concepciones, cuando
concebimos las mismas cosas de modo diferente nos es difícil evitar una
diferente designación para ellas. Pues aunque la naturaleza de lo que
concebimos sea idéntica, la diversidad de recepción motivada por diferentes
constituciones corporales y prejuicios de opinión, proporciona a todo el tinte
de nuestras distintas pasiones. Y, en consecuencia, a la hora de razonar un
hombre debe ser cauteloso con las palabras, pues además de significar lo imaginado
por los otros sobre su naturaleza, las palabras tienen también el significado
de la naturaleza, disposición e interés del hablante. Tal sucede con los nombre
de las virtudes y vicios, pues un hombre llama sabiduría a lo que otro llama miedo,
y uno crueldad a lo que otro llama justicia; uno prodigalidad a lo que otro magnanimidad,
y uno seriedad a lo que otro estupidez, etc. Y, en consecuencia,
tales nombres nunca pueden ser verdaderos fundamentos de ningún raciocinio. Tampoco
pueden serlo las metáforas y tropos del lenguaje, pero estos son menos
peligrosos, porque profesan su inconstancia, cosa que los otros no".