LOS DESVELOS DEL DOXÓGRAFO

La tradición doxográfica consistía en recopilar, de diversas maneras, las opiniones de terceros autores.
¿Es posible otra escritura?
En la historia, los nombres y las fechas son circunstanciales, mojones arbitrarios y consuelo de nuestras íntimas aspiraciones. Un nombre y una fecha no son más que una ilusión, que nos permite velarnos, espejarnos en el otro. Tal vez, para ocultar y evidenciar que no somos más que objetos tallados con la inmaterialidad de la palabra; objetos de sentido incierto, aunque a veces verosímil.
Somos hablados, decimos lo dicho. En el mejor de los casos armamos, con unas cuentas coloridas y los espejos que nos circundan, un universo de probabilidades imposible de explorar en una vida.
Sin embargo, hablamos. Nos hacemos a la mar en pos de Las Molucas demostrando que el encuentro, la metáfora, no es más que un accidente imprescindible.
La metáfora, multiplicadora de sentidos, siempre necesita del otro, que se los otorga. Se es dicho, bien o mal, pero se es dicho. Construcción colectiva, en la que el destino de cada letra que la forja ha extraviado la causalidad.
Somos meros vectores del lenguaje. Cada quien se las arregla, de alguna manera, con las voces que lo habitan. Todo otro ideal pareciera casi alucinado.

Jorge Pablo Yakoncick.







miércoles, 13 de junio de 2012

La Composición Poética, según Poe.

Edgar Allan Poe, La Filosofía de la Composición, Premiá, Tlahuapan, Puebla, 1991 (The Philosophy of Composition, trad. Carlos Marías Reylés).



Hace algún tiempo hice el análisis del mecanismo de la composición de ‘Barnaby Rudge’, y Charles Dickens, refiriéndose a este análisis en una nota que ahora tengo ante mí, dice: “Entre paréntesis ¿se ha dado usted cuenta de que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó su obra creando una situación llena de dificultades a su héroe: este episodio forma el segundo volumen; luego, en el primero, inventa algún modo de explicar lo que ha hecho”.

No creo que este haya sido exactamente el procedimiento empleado por Godwin, y, en verdad, lo que él mismo reconoce no concuerda del todo con la idea que sobre el particular se ha formado el Sr. Dickens; empero, el autor de Caleb Williams era un artista en toda la acepción de la palabra, y, por lo tanto, no podía dejar de notar las ventajas que tal sistema, aunque sólo fuese parecido, pudiera importarle. Nada resulta más claro que el hecho de que todo argumento que merezca el nombre de tal, debe ser planteado desde el comienzo hasta su desenlace, antes de que nada sea sometido a la pluma. Sólo cuando no perdemos de vista el desenlace, podemos dar al argumento la semblanza indispensable de consecuencia o causalidad, haciendo que los incidentes, y especialmente el tono, contribuyan en todo momento al desarrollo de la intención.

A mi parecer, cuando se “construye” un relato, ateniéndose al procedimiento corriente, se comete un error garrafal. O bien la historia proporciona una tesis, o ésta es sugerida por un incidente ocurrido en la actualidad, o, en el mejor de los casos, el autor trata de combinar los sucesos más conspicuos a fin de que constituyan la base de su narración, llenando generalmente con descripciones, diálogos o comentarios cualquier grieta o vacío que, tanto en los hechos como en la acción, puede presentarse al correr las páginas.

Prefiero comenzar con una consideración concerniente al efecto. Sin perder de vista por un momento la originalidad –pues se engaña a sí mismo quien se aventura a pasar por alto un fuerte interés tan fácil de alcanzar-, me digo a mí mismo, en primer lugar: “De los innumerables efectos a los cuales el corazón, el intelecto, o (considerado de una manera más general) el alma, son más sensibles; ¿cuál elegiría yo en la ocasión presente?” Habiendo elegido en primer lugar una novela y, luego, un efecto intenso, entro a considerar si este último podrá lograrse mejor mediante la acción o el tono, o dicho con otras palabras si será más fácil lograrlo recurriendo a incidentes corrientes o mediante un tono particular o a la inversa, o bien gracias a la particularidad tanto del incidente como del tono. Después de lo cual echaré una mirada alrededor de mí (o más bien dentro de mí) a fin de lograr aquellas combinaciones de sucesos y de tono que resulten más eficaces para la obtención del efecto.

A menudo me he puesto a pensar que cualquier autor podría escribir un artículo muy interesante para una revista si quisiera o pudiera detallar, paso a paso, los procesos que permitieron completar sus composiciones. No puedo explicarme por qué no ha aparecido aún ese artículo, pero no sería de extrañar que la vanidad del autor fuese la causa principal de la omisión. La mayoría de los escritores –los poetas en particular- prefieren hacer creer que el éxtasis intuitivo, o algo así como un delicado frenesí, es el estado en que se encuentran cuando realizan sus composiciones, y se estremecerían de pies a cabezas si dejaran que el público echase una mirada tras los bastidores y presenciase las escenas de la elaboración y las vacilaciones del pensamiento que tienen lugar en el proceso de la creación, que notase los verdaderos propósitos, captados sólo a último momento, los innumerables vislumbres de la idea que no llegó a madurar plenamente, las fantasías rechazadas por rebeldes, las cautelosas selecciones y exclusiones, las cautelosas selecciones y exclusiones, las dolorosas raspaduras e interpolaciones, en pocas palabras, las ruedas y los piñones, los aparejos para cambiar las escenas, que en noventa y nueve por cien de los casos constituyen las cualidades del histrión literario.

Bien me doy cuenta, por otra parte, que de ninguna manera es frecuente el caso de que un autor esté en condiciones de desandar el camino que le ha permitido llegar a sus conclusiones. En general, dado que las sugestiones han surgido caprichosamente, se las cultiva y se las olvida de una manera similar.

Por mi parte, no siento ninguna simpatía por esas reservas de los escritores, ni tengo tampoco inconveniente alguno en mostrar las frases progresivas de cualesquiera de mis composiciones, y, dado que el interés de un análisis, o de una reconstrucción, que he considerado como un desiderátum, es completamente independiente de cualquier interés real o imaginado que pueda inspirar la cosa analizada, no deberá considerarse como una falta de decoro el que yo muestre el modus operandi que me permitió componer uno de mis poemas. Elijo a The Raven (El Cuervo) precisamente porque es el más conocido. Me propongo, desde ya, manifestar claramente que en ningún momento esta composición se debe, ya al azar, ya a la intuición: la obra fue adquiriendo forma gradualmente con la precisión y la consecuencia rígida de un problema matemático.

Descartemos, por ser ajeno al poema, per se, la circunstancia –o mejor dicho la necesidad- que, en primer término, dio lugar a la intención de componer un poema capaz de satisfacer, a la vez, el gusto del público y del crítico.

Por lo tanto, empecemos por considerar esa intención.

La primera condición que tuve en cuenta era la que se refería a la extensión. Si un trabajo literario es demasiado largo para que pueda ser leído de una sola vez, debemos resignarnos a no aprovechar el efecto importantísimo que deriva de la unidad de la impresión; pues si es necesario leerlo en dos ocasiones, los asuntos del mundo intervienen en el interín, y, como consecuencia, se pierde todo aquello que se asemeja a una impresión total. Pero dado que, ceteris paribus, ningún poeta puede renunciar a nada que secunde su propósito, sólo queda por verse si la extensión implica alguna ventaja que compense la pérdida de la unidad. Por mi parte contesto categóricamente que no. Lo que llamamos un poema largo no es otra cosa que una sucesión de poemas cortos –esto es, de efectos poéticos breves-. Resulta inútil demostrar que un poema sólo es tal cuando, al elevar el alma, determina cierto grado de exaltación; y que todas las exaltaciones intensas son, por necesidad física, breves. Por esta razón, cuando menos una mitad del “Paraíso Perdido” es esencialmente prosa –una sucesión de exaltaciones poéticas entremezcladas, inevitablemente, con depresiones correspondientes- y, en consecuencia, la obra, debido a su extensión exagerada, ha perdido ese elemento artístico de importancia primordial, la integridad, o sea la unidad del efecto.

Parece, por lo tanto, evidente que, en todas las obras de arte, existe un límite en lo que atañe a la extensión –el límite correspondiente a la circunstancia de poderlas leer de un tirón- y que, aún cuando en ciertas composiciones de prosa, como ser “Robinson Crusoe” (que no exige unidad), quizá resulte conveniente pasar por alto dicho límite, ese procedimiento de ninguna manera puede aplicarse al poema. Dentro de este límite la extensión del poema puede guardar una relación matemática con su mérito, o sea con su grado de exaltación o elevación, o, expresado de otro modo, con el grado de efecto poético auténtico que sea capaz de trasmitir; pues resulta claro que la brevedad debe estar en relación directa con la intensidad del efecto buscado, aun cuando con una condición: y es que cierto grado de duración se requiere para la producción de cualquier clase de efecto.

Teniendo en cuenta estas consideraciones, así como el grado de exaltación que decidí no debía rebasar la capacidad del lector corriente, aún cuando debía dejar satisfecho al crítico, llegué de inmediato a concebir la extensión conveniente para mi poema proyectado: una extensión de cien líneas más o menos. En realidad, el poema tiene ciento ocho.

Después mi pensamiento se concentró en la elección de la impresión, o sea del efecto que debía comunicarse al lector; y aquí cabe observar que en todo el proceso de la construcción no perdí de vista el propósito de que mi obra pudiese ser universalmente apreciada. Si tratara de demostrar un punto sobre el cual he insistido en diversas ocasiones, y que, dentro de lo poético, no necesita ser demostrado de ninguna manera, esto es, que la Belleza es la única provincia legítima del poema, ello me apartaría de mi tema inmediato. Empero, dado que algunos de mis amigos se inclinan a tergiversar el significado de lo antecedente, diré algunas palabras para aclarar este punto. El placer que a la vez es el más intenso, el más elevado y el más puro, se encuentra, según creo, en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de Belleza quieren significar no precisamente una cualidad, como en general se cree, sino un efecto. Para expresarlo en pocas palabras, se refieren a la elevación intensa y pura del alma –no a la del intelecto o a la del corazón- que ya he comentado y que se experimenta como consecuencia de la contemplación de lo “bello”. Ahora bien, designo a la Belleza como provincia del poema simplemente porque es una regla evidente del arte que los efectos deben surgir de causas directas; que el objeto debe alcanzarse recurriendo a los medios mejor adaptados para su consecución, y nadie ha sido todavía lo suficientemente débil como para negar que la elevación particular aludida se logra más fácilmente en el poema. Ahora bien, el objeto Verdad, o la satisfacción del intelecto, y el objeto Pasión, o la exaltación del corazón, pueden ser alcanzados, hasta cierto punto, mucho más fácilmente en el dominio de la poesía que en el de la prosa. De hecho la Verdad exige cierta precisión, y la Pasión cierta sencillez (los verdaderos apasionados me comprenderán), que son absolutamente antagónicas a esa Belleza que, lo sostengo, es la exaltación o la elevación gozosa del alma. De ninguna manera ha de inferirse, partiendo de lo que acabo de decir, que la pasión, o aun la verdad, puedan no ser introducidas ventajosamente en un poema, ya que suelen servir para la elucidación o bien ayudan al efecto general, tal como las discordancias en la música: por contraste. Pero el verdadero artista tratará siempre de subordinarlas, en primer lugar, al fin predominante, y, en segundo lugar, de rodearlas, en todo lo posible, de esa Belleza que es la atmósfera y la esencia del poema.

Considerando, por lo tanto, a la Belleza como mi provincia, el problema siguiente se refería al tono de su manifestación más alta, y toda la experiencia ha demostrado que ese tono es el de la tristeza. Toda forma de Belleza en su desarrollo supremo, invariablemente, hace derramar lágrimas al alma sensible. Por lo tanto la melancolía es el más auténtico de los tonos poéticos.

Habiendo, de esta suerte, determinado la extensión, la provincia y el tono, recurrí a la inducción corriente con el propósito de lograr cierta acrimonia artística que pudiera servir de base a la construcción del poema; un eje sobre el cual la estructura pudiera dar vueltas. Al examinar detenidamente todos los efectos artísticos corrientes, no dejé de percibir inmediatamente que ninguno de ellos gozaba de tanta aceptación universal como el del estribillo. La universalidad de su aplicación bastó para convencerme de su valor intrínseco y me ahorró la necesidad de someterlo a un análisis. Empero, consideré la posibilidad de mejorarlo y pronto me di cuenta de que se encontraba en un estado primitivo. Tal como se la emplea corrientemente, el estribillo no sólo está limitado al verso lírico, sino también depende, en lo que atañe a la intensidad de la monotonía, tanto del sonido como del pensamiento. El placer se deriva solamente del sentido de la identidad y de la repetición. Resolví, por lo tanto, diversificarlo y realzar el efecto, ateniéndome en general a la monotonía del sonido, en tanto que variaría constantemente el significado; es decir, que me propuse producir continuamente efectos nuevos mediante la variación en la aplicación del estribillo, aún cuando el estribillo mismo no cambiase nunca.

Habiendo resuelto estos puntos, me aboqué a la tarea de determinar la naturaleza del estribillo. Dado que su aplicación debía variar en repetidas ocasiones, resultaba claro que el estribillo debía ser breve, pues la aplicación frecuente de la variación en cualquier oración larga hubiera presentado dificultades insalvables. La facilidad de la variación debería estar en relación con la brevedad de la oración. En consecuencia, para lo que yo me proponía el mejor estribillo sería aquel que estuviese contenido en una sola palabra.

Y ahora se presentó la cuestión que consistía en determinar el carácter de esa palabra. Habiendo aceptado la idea del estribillo, ello me obligaba, por lo tanto, a dividir el poema en estrofas: el estribillo constituiría el final de cada estrofa. Si deseaba que la palabra final tuviese vigor y énfasis prolongado era menester que fuera sonora; y esas consideraciones inevitablemente me llevaron a la “o” larga como la vocal más sonora en relación con la “r” como consonante de más efecto.

Habiendo de esta suerte determinado el sonido del estribillo, fue necesario elegir una palabra que incorporara ese sentido y al mismo tiempo evocara con la mayor intensidad posible el sentimiento de melancolía que, tal como yo lo había predeterminado, debía de ser el tono del poema. En esa búsqueda no hubiese sido posible pasar por alto la palabra “Nevermore” (“nunca más” en inglés, N del T). En verdad, fue la primera palabra que acudió a mi llamado.

Lo que se necesitaba después era un pretexto para poder usar continuamente la palabra “nevermore”. Al notar las dificultades que de inmediato encontré al inventar una razón que me permitiera repetirla una y otra vez, no dejé de percibir que esa dificultad se debía únicamente al hecho de suponer que la palabra debía ser continuamente repetida, y en forma monótona, por un ser humano; no dejé de percatarme que la dificultad estribaba en la conciliación de la monotonía con el ejercicio de la razón por parte de la criatura que repetía la palabra. Este reconocimiento de inmediato dio lugar a la idea de una criatura no razonable capaz de hablar, y, como es natural, lo primero que evoqué fue un loro, pero de inmediato lo reemplacé por un cuervo, ya que éste asimismo es capaz de pronunciar palabras sin contar que se adapta infinitamente mejor al tono que había propuesto adoptar.

Ya había llegado, por lo tanto, a la concepción de un cuervo, pájaro de mal agüero, el cual repetiría en forma monótona la palabra “Nevermore” al terminar cada estrofa en un poema de tono melancólico y de una cien líneas de extensión. Ahora, sin perder de vista el objeto, la perfección en todo momento, me pregunté a mí mismo: “De todos los temas melancólicos ¿cuál es, según el entender humano, el más melancólico? La muerte, fue la respuesta inevitable. Y ¿cuándo, me pregunté, es éste, el más melancólico de los temas, asimismo el más poético? Por lo que ya he explicado detalladamente, la respuesta en este caso también es inevitable: “Cuando más se asemeja a la Belleza: por lo tanto la muerte de una mujer bella es indudablemente el tema más poético del mundo, y asimismo tampoco cabe dudar de que los labios mejor adaptados para expresar ese tema son los de un amante desolado”.

Era necesario ahora combinar dos ideas; la de un enamorado que llora la muerte de su amada y la de un cuervo que repite continuamente la palabra “Nevermore”. Debía combinar esas ideas, teniendo en cuenta mi propósito de variar en toda ocasión la aplicación del la palabra repetida, pero el único modo inteligible de llevar a cabo esa combinación consistía en imaginar que el cuervo pronunciara la palabra mencionada al contestar las preguntas del enamorado. Y aquí vi la oportunidad que me brindaba el efecto del cual yo dependía, es decir el efecto de la variación de la aplicación. Me di cuenta de que podía convertir la primera pregunta formulada por el enamorado –la primera pregunta a la cual el cuervo contestaría “Nevermore”- en una pregunta común, la segunda lo sería algo menos, la tercera menos aún, y así sucesivamente, hasta que, a la larga, el enamorado, sorprendido por el carácter melancólico de la palabra, por su repetición frecuente y recordando la reputación agorera del pájaro que la pronunciaba, se sentiría invadido por un sentimiento supersticioso y formularía preguntas de un carácter muy distinto, preguntas cuya solución lo conmoverían en lo más profundo de su ser; formularía esas preguntas movido, en parte, por la superstición, y en parte por esa forma de desesperación que se deleita torturando a la criatura desesperada, que se interroga de esa suerte no porque esté convencido del carácter profético o demoníaco del pájaro (pues la razón le dice que éste repite una lección aprendida de memoria), sino porque experimenta verdadera fruición al formular preguntas que reciben como respuesta el esperado “Nevermore”, tanto más delicioso por lo mismo que constituye la más intolerable de las penas. Percibiendo la oportunidad que se me presentaba o, para hablar con más exactitud, que me era impuesta en el desarrollo de la composición, comencé por establecer en mi mente la pregunta final –esa pregunta a la cual “Nevermore” pudiera ser en último término una respuesta-, esa pregunta en respuesta a la cual la palabra “Nevermore” implicara la pena y la desesperación más agudas concebibles.

Puede, por lo tanto, decirse que este es el momento en que comienza el poema; es decir, con el final, allí donde deberían comenzar todas las obras de arte, pues fue a esta altura de mis preconsideraciones que me puse a componer esta estrofa:
“¡Profeta!, dije entonces, ¡ser diabólico! / ¡Profeta! Ya seas ave o seas demonio, ¡por el cielo que nos cubre! / ¡por el Dios que veneramos! / Dile a esta alma consumida de dolores si, en algún Edén lejano, besará a la santa niña a quien llaman los arcángeles Leonor. / La radiante y rara virgen a quien llaman los arcángeles Leonor. / Dijo el cuervo: “Nunca más”.
Compuse esta estrofa, en primer lugar con el propósito con establecer el momento de mayor intensidad, lo cual me permitiría variar y graduar, en lo que atañe a la seriedad y la importancia, las preguntas subsiguientes del enamorado, y segundo, a fin de poder establecer el ritmo, el metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las estrofas que vendrían después de manera que ninguna de ellas pudiera sobrepasar a la primera en lo que efecto rítmico se refiere. Suponiendo que en la composición subsiguiente hubiese sido capaz de haber construido estrofas más vigorosas, no hubiera tenido escrúpulos en debilitarlas, con toda intención, a fin de que no afectaran el efecto climático.

Y aquí no está de más que diga algunas palabras sobre el arte de versificar. Lo primero que tuve en cuenta (como de costumbre) al construir mi poema fue la originalidad. Hasta qué punto esta cualidad ha sido descuidada en la versificación es una de las cosas más inexplicables de este mundo. Admitiendo que existan pocas posibilidades de introducir variedad en el ritmo, resulta empero claro que las variedades posibles del metro y de la estrofa son absolutamente infinitas, y, no obstante, durante siglos, ningún hombre, en los dominios del verso, ha logrado hacer, o parece haber intentado hacer, una cosa original. El hecho es que la originalidad (a menos de tratarse de inteligencias excepcionalmente vigorosas) no es de ninguna manera un asunto, como muchos se inclinan a creerlo, de impulso o de intuición. En general, para encontrarla, hay que buscarla afanosamente, y aún cuando se trata de un mérito positivo del orden más alto, se requiere, para lograrlo, menos inventiva que negación.

Desde luego, no pretendo que el ritmo o el metro de “El Cuervo” sean originales. El primero es trocaico y el segundo es el octámetro acataléctico alternado con el heptámetro cataléctico repetido en el estribillo del quinto verso, que termina con el tetrámetro cataléctico. Expresado en forma menos pedante, los pies empleados (troqueos) consisten en una sílaba larga seguida de otra corta; la primer línea de la estrofa tiene ocho de esos pies, la segunda, siete y medio (en cuanto al efecto dos tercios), la tercera, ocho; la cuarta, siete y medio; la quinta, lo mismo, y la sexta, tres y medio. Ahora bien, cada una de esas líneas tomadas por separado ha sido empleada antes, y la originalidad que puede corresponderle a “El Cuervo” reside en su combinación de estrofas. Nunca se ha intentado nada que remotamente se asemeje a esa combinación. Ele efecto de esta originalidad de combinación está realzado por algunos efectos pocos conocidos y por otros totalmente nuevos que se deben a la extensión de la aplicación de los principios del ritmo y de la aliteración.

A reglón seguido había que resolver cuál era la manera más adecuada de reunir al enamorado y al Cuervo, y la primera consideración que se imponía era la del ambiente local. Todo sugería que éste fuese una selva o el campo –pero siempre me ha parecido que un espacio reducido y circunscrito es absolutamente necesario para el efecto del incidente aislado; es lo mismo que el marco para el cuadro. Tiene un poder moral indiscutible por el hecho de mantener la atención concentrada, lo cual, desde luego, no debe confundirse con la mera unidad del lugar.

Determiné, por lo tanto, situar al amante en su cuarto; en un cuarto sagrado para él porque su amada había estado allí muchas veces. El cuarto, según mi descripción, está ricamente amueblado. De esta manera soy consecuente con la idea que ya he explicado, de la Belleza considerada como la única tesis poética auténtica.

Habiendo, pues, determinado el ambiente local, sólo me faltaba introducir el pájaro; y la idea de introducirlo por la ventana era inevitable. La idea de que, en primer lugar, el amante confundiera el batir de las alas del pájaro contra la persiana con pequeños golpes dados en la puerta, tuvo su origen en un deseo de aumentar –mediante la prolongación de la expectativa- la curiosidad del lector y también el deseo de producir un efecto cuando el enamorado al abrir la puerta se encuentra con la oscuridad y cae a medias en la fantasía de creer que era el espíritu de su amada quien lo había llamado.

Imaginé una noche tempestuosa, en primer lugar, para explicar que el Cuervo trataba de encontrar refugio y, luego, por el efecto del contraste con la serenidad (física) que reinaba en el cuarto.

Hice, asimismo, que el pájaro se posara en el busto de Palas buscando el efecto del contraste entre la blancura del mármol y las plumas negras del Cuervo, debiendo entenderse que el busto era absolutamente sugerido por el pájaro. El busto de Palas fue elegido, en primer lugar, porque estaba de acuerdo con la erudición del enamorado y, luego, por la sonoridad de la palabra Palas.

Más o menos al llegar a la mitad del poema recurrí nuevamente a la fuerza del contraste con el propósito de dar mayor intensidad a la impresión final. Por ejemplo, planteé una sensación fantástica –casi ridícula hasta donde era posible-, cuando el Cuervo hace su aparición en el cuarto. Entra “with many a flirt and flutter” (con bastantes revoloteos y coqueteos).

“No dio muestras de respeto, ni un momento se detuvo o vaciló; mas con aire de un lord o de una lady, hacia arriba de la puerta se voló…”

En las dos estrofas que siguen, la intención se lleva a cabo en forma más clara:

“E incitando este pájaro de ébano, mi alma triste a sonreír, por la grave y mesurada austeridad de mi actitud, ‘¡si la cresta te cortara o te arrancara tú’, le dije, ‘no te arredras, espectral, torvo y antiguo Cuervo errante de Noche sepulcral! –‘¿di, qué nombre señoril es el que tienes de las Noches en el ámbito infernal?’ Dijo el Cuervo: ‘Nunca más’.”

“Y de esta ave desmañada me asombró frase tan llana, a pesar de su dicho no tuviese gran sentido ni valor, pues no puedo concebir que jamás a algún mortal le haya sido dado ver, en la puerta de su alcoba, un ave tal –ave o bestia, sobre el busto que hay arriba de la puerta, que se llame ‘Nunca más’.”

Habiendo asó obtenido el efecto requerido para el desenlace, sustituí inmediatamente el tono fantástico por el otro profundamente serio. Este tono comienza en la estrofa que sigue a la que vengo de citar, con esta línea:

“Pero el Cuervo, solitario sobre el busto imperturbable, esa única palabra pronunció”, etc.

Desde ese momento el enamorado ya no bromea y ni siquiera se da cuenta de que la conducta del cuervo es harto insólita. Se refiere a él diciendo que es un “pájaro desgarbado, horrible, flaco y siniestro de los tiempos remotos”, y siente que sus “ojos de fuego” arden en “lo más profundo de su pecho”. Esta revolución o fantasía del pensamiento por parte del enamorado tiene por objeto suscitar otra parecida en la mente del lector; es decir, colocar la mente en el marco apropiado para el desenlace, que ahora va a tener lugar directamente y lo más pronto posible.

Con el desenlace propiamente dicho, con la respuesta del Cuervo, “Nevermore”, a la pregunta final del enamorado que quiere saber si podrá encontrar a su amada en otro mundo, puede decirse que el poema ha sido completado. Hasta entonces todo está dentro de los límites de lo que puede ser explicado; es decir, de lo real. Un cuervo que ha aprendido de memoria una sola palabra, “Nevermore”, escapa a la custodia de su dueño, pero es sorprendido por una tormenta y llevado lejos del lugar donde estaba confinado. A medianoche alcanza a ver una ventana iluminada y trata de que le abran, golpeando con sus alas los vidrios, a fin de encontrar un refugio seguro. Es la ventana del cuarto de un estudiante entregado a medias a la lectura de un libro y a medias perdido en el recuerdo de su amada desaparecida. El estudiante, al oír el ruido que hace el pájaro, abre la ventana; éste penetra en la habitación y se posa en el punto más conveniente, fuera del alcance del estudiante, el cual, divertido por el incidente y por la insólita conducta del visitante, le pregunta, en broma, y sin esperar respuesta alguna, cómo se llama. El cuervo contesta con la única palabra que conoce: “Nevermore”, palabra esta que encuentra de inmediato un eco en el corazón melancólico del estudiante, el cual, expresando en voz alta ciertos pensamientos sugeridos por la ocasión, se siente sobrecogido por la repetición constante de la palabra fatídica. El estudiante, ahora, hace conjeturas sobre el extraño episodio, pero se siente impelido, como ya lo he explicado antes, por la sed humana de torturarse así mismo y en parte también por la superstición, a formular preguntas al pájaro, preguntas que le proporcionarán todos los matices del dolor mediante la respuesta anticipada, “Nevermore”. Con la descripción, llevada al extremo, de la tortura de sí mismo, la narración de lo que he denominado su fase primera o evidente, termina con naturalidad y no traspasa hasta entonces los límites de lo real.

Pero en los temas así tratados, aún cuando lo sean con habilidad o con un despliegue vistoso de episodios, se nota siempre cierta dureza que desagrada a la sensibilidad del artista. Invariablemente se necesitan dos cosas; en primer lugar cierto grado de complejidad o, mejor dicho, de adaptación; y segundo, cierto grado de sugestión, algo así como una corriente profunda, aún cuando indefinida, de significado. Es este último en particular lo que imparte a la obre de arte esa riqueza (si hemos de tomar del coloquio un término eficaz) que nos sentimos demasiado inclinados a confundir con el ideal. El exceso del significado sugerido, el confundir la corriente superficial del tema con la profunda, es lo que convierte en prosa (y por cierto del género más chato) a la así llamados trascendentalistas.

Dado que mantengo esas opiniones, agregué las dos estrofas finales del poema. Lo que sugiere, por lo tanto, ejerce influencia sobre todo lo que se ha dicho antes. La corriente profunda del significado se manifiesta en esta línea:

“¡No perturbes mi desierto! ¡Deja el busto de mi puerta! ¡Y tu pico saca fuera de mi triste corazón! –Dijo el Cuervo: ‘Nunca más’.”

Podrá observarse que las palabras “fuera de mi corazón” contienen la primera expresión metafórica del poema. Estas palabras, junto con la respuesta “Nevermore”, ponen a la mente en disposición favorable para buscar un significado a lo que se ha narrado previamente. El lector comienza ahora a considerar al Cuervo como un símbolo. Empero, sólo en la última línea de la última estrofa puede apreciarse distintamente la intención de hacer de ese pájaro el símbolo del Recuerdo, triste e imperecedero:

“Y está el Cuervo siempre inmóvil, aún posado sobre el busto de la pálida Atenea que hay arriba de mi puerta, en sus ojos al demonio me parece ver soñar, y la luz, al derramarse sobre él, tiende su sombra; ¿mi alma, de la sombra que en el suelo está flotando, será libre? -¡Nunca más!”

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