LOS DESVELOS DEL DOXÓGRAFO

La tradición doxográfica consistía en recopilar, de diversas maneras, las opiniones de terceros autores.
¿Es posible otra escritura?
En la historia, los nombres y las fechas son circunstanciales, mojones arbitrarios y consuelo de nuestras íntimas aspiraciones. Un nombre y una fecha no son más que una ilusión, que nos permite velarnos, espejarnos en el otro. Tal vez, para ocultar y evidenciar que no somos más que objetos tallados con la inmaterialidad de la palabra; objetos de sentido incierto, aunque a veces verosímil.
Somos hablados, decimos lo dicho. En el mejor de los casos armamos, con unas cuentas coloridas y los espejos que nos circundan, un universo de probabilidades imposible de explorar en una vida.
Sin embargo, hablamos. Nos hacemos a la mar en pos de Las Molucas demostrando que el encuentro, la metáfora, no es más que un accidente imprescindible.
La metáfora, multiplicadora de sentidos, siempre necesita del otro, que se los otorga. Se es dicho, bien o mal, pero se es dicho. Construcción colectiva, en la que el destino de cada letra que la forja ha extraviado la causalidad.
Somos meros vectores del lenguaje. Cada quien se las arregla, de alguna manera, con las voces que lo habitan. Todo otro ideal pareciera casi alucinado.

Jorge Pablo Yakoncick.







sábado, 8 de mayo de 2010

Aldo Oliva (Rosario, 1927-2000).

El presente poema, compuesto de dos partes, fue originalmente publicado en 1986 por la Subsecretaría de Cultura de la Municipalidad de Rosario, en un libro que lleva el mismo título por nombre y que reune, además, otras secciones. Edición que incluye un trabajo crítico del profesor Roberto Retamoso.
En "ALDO OLIVA. Poesía Completa", también de la E. M. R. (2003), se reorganizan los textos según indicaciones del propio Oliva, estando el prólogo y las notas a cargo de Roberto García.


CÉSAR EN DYRRACHIUM
a Juan José Saer

I. DIÉGESIS A LUCANO

Ya previsto el combate, como dos gladiadores
mirados por los dioses, los Jefes, enfrentadas
las tropas, acamparon sobre cumbres vecinas.
César ha desdeñado combatir los antiguos
bastiones de los griegos, pues, de hoy en más, no quiere
ya deber al buen hado los favores de Marte
sino frente a su yerno. Consumando sus ruegos,
ha invocado la hora, funesta para el mundo,
de arrebatarlo todo por azar; anhela
el golpe del destino que habrá de ensombrecer
una cabeza u otra. Cubriendo las colinas,
en tres marchas, sus huestes y sus insignias todas
desplegó amenazantes, testimoniando entonces
que está siempre dispuesto a la ruina del Lacio.
Cuando ve que su yerno, sin dejarse atraer
a alguna escaramuza para librar combate,
afirma su confianza cerrando sus trincheras,
mueve César su insignia y, escamoteando el paso
por densos matorrales, a toda prisa marcha
sobre la ciudadela del área de Dyrrachium.
Pompeyo, previniendo los controles del mar,
ha copado la altura que el taulantino llama
petra y aloja las murallas de Efira cuyas torres
tan solas bastarían para ponerle abrigo.
Mas, lo que la protege no es obra de la antigua
progenie, el edificio del humano trabajo
que cede fácilmente, pese a su ardua eminencia,
o a las guerras o al paso destructor de los años
sobre todas las cosas. Ningún hierro podría
quebrantar, sin embargo, su defensa: la sede
y la naturaleza del lugar elegido.
Pues, cerrada en su base por la escarpada sima
de enormes arrecifes que vomitan el mar,
a una estrecha colina debe no ser realmente
una isla. Los escollos, terribles a las naves,
sostienen las murallas; los furores del Jónico,
cuando está arrebatado por el Austro implacable,
estremecen los templos y las casas y sube
a las altas techumbres el oleaje espumado.
Una loca esperanza violenta aquí la mente
belicosa de César: cercar al enemigo
diseminado sobre las extensas colinas
y ajeno a la maniobra que se urde desde lejos.
Ha medido las tierras su mirada; sería
-ponderó- fruto exiguo levantar sorpresivos
muros de frágil césped; así, transportó ingentes
rocas de los peñascos y piedras ya arrancadas
de las viejas canteras, las casas de los griegos
y lo que halló, saqueadas sus fortificaciones.
Ni el despiadado ariete, ni de guerra ninguna
máquina arrasadora conmover lograrían
lo que allí se construye. Se fracturan los montes,
y sobre el sitio mismo, por las escarpaduras,
César va conduciendo la marcha de su obra:
abre fosos; trazando la unión de las alturas,
dispone fortalezas coronadas de torres;
en un inmenso abrazo circunda los confines
lejanos, bosques; claros, soledades frondosas;
y en vasto ojeo sus hombres se cierran sobre el paso
de las bestias salvajes (llanos y pasturajes
no hacen falta a Pompeyo: sin salir del circuito
del baluarte de César, desplaza el campamento).
Más de un río aquí surge y allí se pierde, luego
de un curso fatigoso; mas César, extenuado,
en medio de los campos, para pulsar la suma
de su obra, permanece. Que ahora la antigua Fábula
exalte las murallas de Ilión y que con ello
las adscriba a los dioses; que el cerco amurallado,
hecho en débil ladrillo, de Babilonia, admiren
los partos fugitivos: he aquí que todo el ámbito
que va envolviendo el Tigris, todo lo que el Orontes
rápido va ciñendo, las tierras del oriente
provistas por los pueblos de todo el Reino Asirio,
contenerse podrían en esta obra arrebatada
de súbito al tumulto confuso de la guerra.
¡Cuánta labor perdida! Tantas manos podrían
unir Sestos a Abydos y hundir el mar de Frixos
bajo un suelo de tierra; de los extensos reinos
de la cásta de Pélope separar a Corinto
y ahorrar a los navíos los enormes rodeos
del cabo de Malea; sin que fuese otorgado
por la naturaleza, transformar -por su bien-
cualquier lugar del mundo. Se ha unificado el campo
del juego de la guerra. Se nutre aquí la sangre
que va a ser derramada sobre todas las teirras;
aquí están contenidos los futuros desastres
de Tesalia y de Libia. La furia civil hierve
sobre la breve arena. La estructura erigida
ha buralado en principio la atención de Pompeyo:
tal aquél que seguro en los campos cultivados
en medio de Sicania desconoce el ladrido
de los rabiosos Pélores, o, cuando agitadas
por la errabunda Tetis las playas rutupinas,
el estruendo oleaje escapa a los britanos
de Caledonia céntrica. En cuanto vio las tierras
cercadas por las vastas líneas de los baluartes,
conduciendo en persona el descenso de los cuadros
desde el fuerte de Petra, los dispersa a lo largo
del terreno, variado de elevaciones leves,
para extender las fuerzas de César y atenuarle
la compresión al cerco moviéndole sus hombres.
El mismo se reserva, con una empalizada,
un refugio cercado, semejante en distancia
a la que corre desde las alturas romanas
a la pequeña Aricia, la villa de los bosques,
consagrada a la Diana que se adora en Micenas;
tan extensa es la franja de tierra donde el Tíber,
deslizándose bajo las murallas de Roma
-suponiendo que nunca torciera su corriente-,
al mar va descendiendo. Las trompetas no llaman
a combate; sin voces de mando, los disparos
van ciegos; y cuando, muchas veces, el brazo
se ensaye en el venablo, se habrá incurrido en crimen.
Un extremo cuidado de Pompeyo le impide
que se enfrenten las armas. Considera la exhausta
provisión de la tierra que la caballería
pisoteó en su carrera: deshizo el duro casco
con frenético paso las praderas herbosas;
aunque plenos de paja, transportada desde otras
riberas, los establos, el corcel de batalla,
en los campos segados, exánime reclama
vitales pastos frescos, y, plegando sus corvas,
en un trémulo giro, doblegándose, muere.
En tanto disolvía la corrupción de sus cuerpos
y consumía sus miembros, el inmutable cielo,
desde una oscura nube, diseminaba el fluido
contagio de la peste. Con soplo parecido,
arroja Neso desde los peñascos brumosos
de la Estigia de los aires y los antros que exhalan
las furias del mortífero Tifón. Se quebrantan
los poblados. El agua, más dispuesta que el cielo
a padecer la carga de todas las ponzoñas,
al instilar sus heces endurece las vísceras.
ya una torva negrura deja yerta la piel
y desgaja los ojos distensos; por la cara,
que el morbo sacro abrasa, la ígnea plaga transita;
la cabeza, agobiada, rehúsa sostenerse.
Más y más el destino todo arroja al abismo;
ya el morbo no intermedia la muerte con la vida;
y con la muerte llega la indolencia: la plaga
se expande, con la turba de aquellos que cayeron,
en tanto los cadáveres yazgan insepultos
mezclados con los cuerpos de los sobrevivientes;
pues ser diseminados más allá de las tiendas
de campaña tan sólo los funerales eran
de aquellos desdichados ciudadanos. Con todo,
la desventura cede: detrás estaba el mar,
las riberas, el aire que dan los aquilones,
las carenas repletas de la mies extranjera.
En cuanto al enemigo, libre sobre las tierras
de espaciosas colinas, no se hallaba oprimido
por el aire pesado ni por el agua inerte;
pero, como asediado por un estrecho cerco,
sufre el terror del hambre. Las eras ya no se hinchan
con las altas espigas. Se ve una miserable
muchedumbre allanarse a un alimento propio
de salvajes rebaños: mordisquear las malezas,
desfoliar las florestas, arrancar ignoradas
raíces de yerbajos inciertos que amenazan
de muerte; lo que pueda malearse con la llama,
triturarse con los dientes, echarse a las entrañas
por las fauces resecas; un cúmulo de viandas
hasta entonces ausentes de las mesas humanas:
ved aquí la presea de un soldado que, empero,
asedia a un enemigo saciado largamente.
No bien Pompeyo ha optado por forzar el encierro
y, evadiéndose, abrirse tránsito a nuevas tierras,
no esperará las horas oscuras de la noche
con sus mil escondrijos: desprecia los furtivos
caminos solitarios que inactivas harían
las armas de su suegro; quiere salir con una
magnitud de catástrofe; abatir con su empuje
las torres del baluarte y atravesar la línea
de todas las espadas por la vía certera
que impondrá la masacre. Ya percibe una parte
de los muros cercanos expuesta al ataque:
allí donde en las torres que defiende Minucio
se han reducido tropas y espesos matorrales
cubren con su maraña la tupida arboleda.
Ya, sin que lo denuncia ninguna polvareda,
mueve sus batallones y de súbito irrumpe
al pie de las murallas. Mil águilas latinas,
unánimes, brillaron en el llano; mil tubas
resonaron; y para que la victoria al hierro
nada deba, el espanto confundió al enemigo
atónito. Tan sólo restó al valor la suerte
de yacer, abatido, en un suelo, donde antes,
por decisión, hubiera sido preciso estar;
mas ya no se halló nadie que se hallase al alcance
del impacto del hierro cuando busca la herida,
y toda una violenta nube de ágiles flechas
se perdió en el espacio. Vuelan entonces teas,
proyectando en el muro remolinos ardientes
cargados de resina; las torres, desquiciadas,
ya oscilan y amenazan desplomarse. La escarpa
vomita bajo el golpe del madero incesante
que con furia la embiste. El lienzo inexpugnable
del erguido baluarte ya habían sobrepasado
las pompeyanas águilas; ya se desplegaban
los derechos del mundo. Mas, lo que la Fortuna
rescatar no podría ni con mil escuadrones
y el mismo César, juntos, únicamente un hombre
al vencedor disputa: niega ser un castrado
y sostiene que, en tanto pueda blandir un arma
y no caiga abatido, la corona del triunfo
no será de Pompeyo. Llaman Zurdo a este bravo.
Sirvió un tiempo en la plebe de los cuarteles, antes
de combatir los pueblos montaraces del Ródano;
desde allí, promovido con precio de su sangre,
llevó la insigne vara del centurión latino
a un rango temerario. Proclive a la perfidia,
ignora qué gran crimen es el valor en armas
entre los ciudadanos. Este es el que ve aquí
abandonar a Marte sus camaradas para
refugiarse en la fuga. “¿Dónde os empuja –dice-
este pavor impío que todos los ejercicios
de César ignoraron? ¡Esclavos torpes, recua
de siervos, despojada del fuego de la sangre!
¿Dais la espalda a la muerte? ¿No os averguenza el cúmulo
de los hombres valientes (donde faltais) y heceros
buscar inútilmente bajo de los cadáveres
y sobre las hogueras de piras mortuorias?
¿Con el honor perdido, guerreros, por lo menos,
no os detendrá la cólera? Entre todos aquellos
por donde el enemigo pudo pasar, nosotros
hemos sido elegidos. Cuando este día se vaya
no habrá corrido poco la sangre de Pompeyo.
Más feliz habría sido de convocar las sombras
ante el rostro de César; me negó la Fortuna
este testigo; sólo celebrará Pompeyo
mi caída. Que me quiebren los dardos en la dura
propulsión en los pechos; que se melle la espada
en vuestros cuellos. Ganan ya el sonido y el polvo
del derrumbe de los puntos alejados; el eco
del estruendo ha golpeado las orejas de César.
Vencimos, camaradas. Ya vendrá el que vindique
la ciudadela, mientras, combatiendo, morimos.”
Esta voz ha excitado más el furor que cuando
lo inflamaron los sones primeros del clarín.
Admirados del héroe, los guerreros avanzan,
ávidos y expectantes, por saber si el coraje,
minoritario en número y sorprendido en medio
de aquel lugar adverso, puede más que morir.
Se ha detenido el Zurdo sobre la escarpa en ruinas;
desde las altas torres va arrojando cadáveres
que hacinados yacían y el alud de los cuerpos
aplasta al enemigo que avanzaba a sus pies.
Todo aquello que pueda servir de proyectil:
deshechos de las ruinas, escombros y maderos,
abastece al valiente, que amenaza al contrario
con su propia caída. Ya con aguda estaca,
ya con férreo bichero, desaloja los muros
de pechos enemigos y cercena las manos
que se aferran a lo alto de las empalizadas.
Lanza bloques de piedra que quebrantan espaldas
y cabezas, y apenas defendida la masa
cerebral por el frágil ensamblaje del casco
se disgrega disuelta; calcina en llamas a otros
cabellos y mejillas; se oye chirriar el fuego
por los ojos quemados. Cuando el apilamiento
de cadáveres hubo consolidado un suelo
a un nivel que rozaba las alturas del muro,
un salto llevó al Zurdo, por sobre la eminencia
vecina de las armas, al exterior, cayendo
entre los batallones: no menos reticente
que aquel con que el leopardo veloz elude el cerco
por sobre los venablos. Entonces, ya metido
en medio de los cuadros compactos y rodeado
de un ejército entero, volviéndose, aniquila
todo aquel enemigo que alcance su mirada.
Ya su espada se embota cuando, de punta hacha,
va entregando a su filo lo espeso de la sangre;
pierde el hierro su oficio: ya sin herir los miembros,
los tritura. Mas sufre, por su parte, el impacto
de todos los disparos, moles de piedra y flechas:
toda mano es certera, toda lanza es segura.
Y así, ve la Fortuna trabarse en la batalla
a una pareja insólita: un hombre y un ejército.
Bajo continuos golpes resuena el vigoroso
escudo y los fragmentos del casco hendido abrasan
las sienes oprimidas; y ya nada protege
los sectores vitales de la carne desnuda
como no sea las picas que se yerguen, sumidas
hasta tocar los huesos. ¿Por qué, insensatos, ahora,
con vuestras jabalinas y con livianas flechas
desperdicias el golpe mortal que no halla el blanco?
Que, vibrando del nervio retorcido del arco,
una alta falarica lo aniquile o la pieza
pesada de un peñasco; que el hierro del ariete
y el curvado trayecto que traza la ballesta
lo barran. No es un frágil muro el que se levanta
para sostén de César y retiene a Pompeyo.
El Zurdo ya no cubre el pecho con sus armas:
ha sentido vergüenza de amparárse en el círculo
de bronce del escudo (que deja ocioso al brazo
izquierdo que lo aferra), cayendo en una falta
para sobrevivir. Mas, mirad: ahora, en el pecho
clava una espesura de hierro, afronta, solo,
el empuje sangriento de un ejército entero
y, empero, ya con paso cansado, va eligiendo
al enemigo sobre quien habrá de recaer.
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He aquí que desde lejos, una caña cretense
de Gortyna, lanzada por una mano oriunda
de la altura del Dicte, donde creció el gran Júpiter,
es tendida hacia el Zurdo; más certera que todo
lo que deseara un ruego, penetra en la cabeza
y desciende hasta el globo del ojo izquierdo. Entonces,
desgarrando el guerrero las rémoras del hierro
a la vez que la malla de las fibras nerviosas,
arranca la incrustada flecha al ojo pendiente
y sin temblar aplasta la flecha y la pupila.
Cual la osa de Panonia, más cruel después del golpe,
cuando el libio ha lanzado su venablo, sujeto
a una pequeña cuerda, y, a locas dentelladas,
intenta asir el arma que, al girar de la bestia,
girando huye con ella, la ira arrasó aquel rostro
y, aún en pie, una sangrante lluvia lo desfigura.
un júbilo estruendoso que azota el éter se alza
del ala victoriosa. Más, entre aquellos hombres,
excitó la alegría la sangre de un villano
que si viese a César desangrándose herido.
El Zurdo, enmascarado su furor, lo sepulta
en el fondo del alma; con tono blando, dice,
mientras borra en su rostro la enraizada fiereza:
“Cesad ya, ciudadanos; lejos de aquí apartad
la presencia del hierro; para lograr mi muerte
no es preciso la herida; no será necesario
que me llenéis de flechas: bastará que se arranquen
las que mi pecho cubren. Arrastradme, dejadme,
vivo aún, en los campos de Pompeyo. Otorgadle
la dicha a vuestro jefe de que el Zurdo sea ejemplo
de deserción a César, antes que pueda serlo
de una muerte honorable”. Creyó estas engañosas
voces un desdichado, de nombre Aulo, no viendo
la punta del acero que tremante se alza.
cuando, a la vez, intenta tomar al prisionero
los brazos y las armas, la espada fulminante
le da en plena garganta. La potencia del Zurdo
se enardece: esta sola muerte logra rehacerlo.
“Pague su pena –dice- quienquiera haya esperado
la sumisión del Zurdo. Si pompeyo demanda
la paz ante esta espada que baje sus pendones
y glorifique a César. ¿Consideráis que, iguales
a vosotros, soy débil ante el sino fatal?
Menos vale a vosotros la causa del Senado
y el amor de Pompeyo que para mí la muerte.”
No bien hubo dicho esto, cuando una polvareda
se elevó denunciando que las cohortes de César
ya se hallaban presentes. Esto eximió a pompeyo
de la infamia y del cargo de que todos sus cuadros
se dieran a la fuga por tu sola presencia,
¡oh, Zurdo! Cuando Marte te hubo desamparado
al fin te desplomaste, pues sólo era el combate
el que nutría de fuerzas tus venas agotadas.
Un tropel de su gente, mientras se derrumbaba,
la recoge y se alegra de portar en sus hombros
el cuerpo consumido. Como si se encerrase
un numen en su pecho traspasado, veneran
en él la especie viva de la magna Virtud;
y, a la cual más, se prodigan en despojar de flechas
sus miembros perforados. Los dioses, Marte mismo,
con el pecho desnudo, decoraron tus armas,
Zurdo. Qué dicha para la mención de tu fama
si el que te dio la espalda, corriendo, hubiese sido
ya el íbero esforzado, ya el teutón de arma larga,
ya el cántabro, de corta. No podrás ornar nunca
con despojos de guerra los templos del Tonante
Júpiter, ni los gritos alzarás de victoria
por tus festivos triunfos. ¡Desdichado! ¡Qué enorme
despliegue de bravura para forjarte un amo!
……………………………………………………………………………
Pompeyo, repelido de este sector del frente,
no difirió la lucha, ni, dentro de su encierro,
reposó más ocioso que lo que el mar se cansa
cuando, alzándose el euro, la ola hiere el escollo
que la quiebra, o el flanco de una alta montaña
carcome, preparando su derrumbe final.
Desde allí combatiendo los bastiones vecinos
al impasible abismo, con doble acometida,
los reduce y dispersa las tropas a lo lejos;
y extendiendo sus tiendas por la llanura abierta,
se complace en el libre juego que le departa
este cambio de tierra. César difícilmente
se había apercibido del curso de la lucha
(que reveló una lumbre cimera en la atalaya):
se encontró con los muros ya abatidos y el polvo
amortiguado y, como frente a una antigua ruina,
observó los vestigios inmutables y fríos.
La paz intensa misma del lugar lo inflamó;
la calma de Pompeyo removió su furor;
¡César vencido, el sueño! Por turbar este gozo
apresura la marcha fatal hacia el desastre:
se arroja amenazante frente al haz de Torcuato.
al ver éste las fuerzas concentradas de César,
obra tan lentamente como el marino cuando,
viendo temblar el mástil, sustrae todas las velas
el vendaval que rigen los designios de Circe:
repliega así los cuadros hacia un estrecho muro
más interno, operando la cohesión de sus armas
sobre un pequeño cerco. César ya había transpuesto
la fila de trincheras que en su base rodeaba
la empalizada externa, cuando Pompeyo desde
el alto emplazamiento de múltiples colinas
lanzó todas sus tropas y desplegó sus armas
cercando al enemigo. Bajo el soplo del Noto,
no se horroriza tanto por Encélado el hombre,
entre los valles de Enna, cuando el Etna repleto
vacía sus cavernas y en torrentes inunda
de lava las llanuras, como los legionarios
de César que, rendidos por el polvo, ante el haz
depositado, y bajo las tinieblas de un ciego
terror, temblando, chocan contra los enemigos
mismos de quienes huyen y el pavor los arroja
a la fatalidad. Así, toda esa sangre
pudo haberse vertido con las armas civiles
hasta lograr la paz: pero el mismo Pompeyo
retuvo las furiosas espadas. ¡Cómo, Roma,
habrías vencido, sólo sometida a la ley,
libre y feliz, y dueña de todos tus derechos,
si en el sitio, triunfante, se hubiera hallado Sila!
Duele, ¡oh, César!, y nunca dejará de dolerte
que hayas aprovechado del mayor de tus crímenes:
el haber combatido tan reverente yerno.
¡Ah, qué triste destino! No habría llorado Libia
la matanza de Utica, ni de Munda, España;
el Nilo, maculado de una sangre nefanda,
un cadáver más noble que el del señor de Faros
jamás se habría llevado; con sus restos desnudos,
Juba no habría signado las arenas marmáricas,
ni escipión aplacado, con su sangre vertida,
las sombras de Cartago; ni se habría consumado
una vida sagrada como la de Catón.
Roma, para ti pudo ser el último día
maléfico y Farsalia pudo haberse zafado
de la red del destino. Ved: César ya abandona
el ámbito ocupado por un numen adverso
y busca con sus tropas mutiladas las tierras
emaciadas. Pompeyo quiso seguir las armas
fugitivas del suegro por doquier que ellas fuesen,
pero sus camaradas intentan disuadirlo
reclamando el regreso a los lares paternos
y a la ausonia, ya libre de fuerzas enemigas.
Dice Pompeyo: “Nunca me servirá de ejemplo
César cuando yo deba regresar a mi patria.
nunca me verá Roma retornar sino cuando
licencie mis soldados. Desde su movimiento
surgente habría podido retener a Occidente
si se hubiese placido profanar con mis tropas
los templos de mi patria y desatar la lucha
en el centro del Foro. Por alejar la guerra
iría hasta las regiones extremas de frío escítico
y hasta las zonas tórridas. Roma, vencedor,
yo te despojaría de un bendito reposo;
yo, que por no abrumarte con sangrientos combates,
me encuentro fugitivo. Para que no los sufras,
¡ah!, más bien piense César que ya le perteneces”.
Dicho así, se convino fijar la dirección
hacia Febo naciente y siguiendo las tierras
lejanas al camino, por donde la Candavia
abre vastas quebradas, acceden a la Emacia,
que el Hado preparaba para extender la guerra.
………………………………………………………………………………



II. ALITER

Et cetera, Marco Anneo Lucano:
has de saber que las auroras
vieron sobrevolar a las Harpías
durante dos milenios;
has de saber (el sibilino
hexámetro lo nombra)
que el Hierro se extendió de mar a mar;
que la temprana
fiebre de Cumas
ilustró con el fuego,
en las lindes del mundo,
las cuevas vietnamitas
y una magna hidrarquía,
grande como las aguas,
inhumó la semilla
cósmica del acero
en las fosas votivas de la abierta ecumene.

Has de saber que las Harpías
vieron sobrevolar a las auroras
durante dos milenios;
has de saber (y aquella boca
sometida al poema lo sabía)
que, acuñada en los dones
del Evo de Saturno,
una incierta moneda
congregó al oro cándido
que alumbraba el espacio,
legisló entre las sombras
los bienes de la tierra,
roló en ríos de sangre,
trocó en precio la muerte
y restalló en los signos que rigieron la vida.

¡Qué cerca estaba Cólquide!
aquí nomás. En la vagina,
ya penetrada;
en la mira, el incienso
y el oro de las almas;
en el aire, millonario del nápalm.
un tiempo
de furia circular inseminado,
de seminal infinitud movido,
nos acuna, coetáneos
del esplendor que infectaban las Harpías,
del hedor que oprimía a las auroras.
Ergo, Anneo Lucano:
¿no es tu misma pasión la que soporta
la inscripción de esta mano?
Quiero decir: no estamos condenados
a inventar el vacío
de posesión cuando se inscribe
la mano de poder sobre las cosas?

“El ánfora erigida frente al palor de Oriente”
es una epifanía
o un ritmo funerario?
una visión o un ruego?
Se da sobre el espacio
o sobre la palabra?,
en la palabra espacio?
Calma, niños, calma.
Ha llegado el momento.

La pupila rijosa
Reginae Bitiniae
ha contemplado el mar
(esa loca esmeralda
que un sueño llamó Adriático
y la Galia ulterior, “vagues de rêves”)
desde una tierra
alta de derrota:
Dyrrachium, feo promontorio,
tus aves –como el ojo de la Gloria-
habrá librado
su insignie deyección
entre las olas esmeraldas
para lavarse el sueño
del vuelo hacia la altura?
Ahora en el seno
de una topografía estupefacta
la caligráfica mirada
dibuja los confines
que el mirto y el laurel enmascaraban
a los prodigios de la espada:
radial rosa de fuego,
razonará en el brazo
constructor del espacio
que alteraban los dioses;
légamo lujurioso,
apresará en la letra
labrada los temblores
que ofuscaban la imagen.
Aunque la esencia
de la luz, equívoca, conjure
la piedad con la roca
o el amor con el póstumo amaranto,
no quedará vestigio
de piedra libre
que en sí misma se cumpla;
el ojo espiritual, en las fisuras
de la materia alucinada,
cauto, manual, inexorable,
socavando la noche
del ánfora erigida frente al palor de Oriente,
no es ya límpida parábola
de la masacre esclarecida
entre las huellas de la luz?

Has nacido, Occidente. Una fronda
agitada de metales perennes
nos cuestiona las manos
y nos cobija el sexo cuando,
bajo el reclamo de un viento soterrado,
olemos, curvados como un arco
sobre la vieja tierra,
la sombra solapada del deseo
que la palabra transfiguró en ceniza.

(1977)

2 comentarios:

El Heresiarca & Cía dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Jorge Dipré dijo...

Muy buena idea, Aldo es un autor justo para los desvelos. Un abrazo
Jorge D.